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jueves, 6 de noviembre de 2008

Interculturalidad en la escuela - Racismo – Margarita del Olmo -

Cuando se habla de racismo las imágenes que se suelen asociar con el tema son las agresiones físicas que sufren algunas personas, por parte de grupos organizados, por el único motivo de tener un color de piel diferente, un acento distinto o, simplemente, por haber nacido en otro lugar. Pero para llegar a entender por qué un color de piel, un acento o un lugar de nacimiento pueden llegar a convertirse, para un pequeño grupo de personas, en razones suficientes para agredir físicamente e incluso matar, tenemos que estar en disposición de admitir que lo que consideramos, a primera vista, un comportamiento racista no es nada más que la punta visible de un enorme iceberg cuya mayor parte se encuentra oculta bajo el agua. Lo que voy a tratar de hacer a través de este breve texto es explorar en ese área invisible (e invisibilizada) de los mecanismos racistas, desde una perspectiva social.
Todo comportamiento humano es complejo, tanto a la hora de entenderlo como de explicarlo, pero quizá el racismo lo sea especialmente por una razón que voy a argumentar a lo largo del artículo: se trata de un mecanismo que casi siempre funciona de forma oculta. Sólo las personas abiertamente racistas emplean sus argumentos de forma explícita, aunque después de los acontecimientos históricos que marcaron el primer tercio del s.XX, la mayoría de las personas hace uso de mecanismos racistas sólo si no lo parecen. De esta forma se podría afirmar que cuando actuamos de forma racista, por lo general, lo hacemos sin darnos cuenta e incluso a pesar nuestro, porque hemos aprendido a actuar de esta forma, porque hemos institucionalizado esta manera de comportarnos y, sobre todo, porque no estamos en disposición de reconocer las ventajas que obtenemos al actuar de manera racista y mucho menos a renunciar a ellas.
El comportamiento racista se puede explorar desde muchas perspectivas, yo voy a emplear aquí una perspectiva de análisis social porque estoy convencida de que prestando atención sólo a los efectos negativos que provoca en el ser humano, es imposible explicar por qué seguimos siendo racistas.
Desde la estructura social, sin embargo, es posible llegar a entender (con el esfuerzo que implica reconocer algo que no nos gusta) que los comportamientos racistas nos reportan, aunque sea a largo plazo (ya que su efecto no es inmediato), una serie de beneficios, derivados de las desigualdades que estos mecanismos justifican, que dificultan que renunciemos a ellos y optemos entonces por ocultarlos (sumergirlos bajo el agua en la metáfora del iceberg), manteniendo un discurso explícito antirracista y condenando sólo las acciones de aquellas personas que expresan abiertamente estos motivos (la punta del iceberg, la única parte visible).
El racismo es un argumento cuya función última es la de justificar una desigualdad, pero las razones que se emplean no tienen nada que ver con la desigualdad en sí, y por lo tanto no se hacen explícitas, se presuponen. Y los argumentos que se emplean no son individuales, sino colectivos; es decir, no dependen del comportamiento de una persona en concreto sino de lo que suponemos de ella porque pertenece a un grupo que le asignamos; por este motivo los estereotipos suelen funcionar de manera extraordinariamente efectiva como argumentos.
Los argumentos racistas se sustentan bajo dos errores simultáneos: se basan siempre en ideas negativas o en carencias, y las atribuyen por igual a todas las personas del grupo al que se refieren (de una forma simplificada que permita la generalización, lo que constituye un estereotipo): es algo que se presupone de partida hasta que no se demuestre lo contrario, y en el caso de que no se demuestre, no se cambia el calificativo ni se evita la generalización, simplemente se hace una excepción con el caso de la persona cuyo comportamiento no concuerda con el estereotipo negativo (“fulano es argentino, pero es muy majo, no parece argentino”). Los argumentos que se emplean, en forma de estereotipos, son ideas muy simplificadas, en el caso del comportamiento racista, siempre negativas (también existen estereotipos positivos, pero estos no los usamos en las argumentaciones racistas). Se forman de dos maneras, aunque muchas veces se produce la combinación de ambas: bien se adquieren de otras personas y se repiten casi sin modificar, bien se deducen a partir de la propia experiencia, a partir de dos o tres casos que se convierten en una idea generalizable para todas las personas que identificamos como miembros de un mismo grupo (del tipo “los chinos son…” porque ha coincidido que hemos observado en dos individuos nacidos en China el mismo comportamiento).
Veamos algún ejemplo: “Las mujeres que llevan velo están sometidas por una religión machista”. Esta afirmación se repite independientemente de que no hayamos hablado nunca con una mujer que lleva el velo acerca de sus razones para hacer uso de él. Esta afirmación es un argumento racista y prevalecería incluso hablando con una mujer velada que tratara de desafiar esta opinión, porque creemos saber mejor que ella por qué lleva el velo, independientemente de que las mujeres de “nuestro grupo” se sientan más o menos discriminadas con respecto a los hombres, independientemente además de que en
“nuestro grupo” no nos quitemos la camisa en público por razones parecidas a algunas de las que tienen las mujeres que llevan el velo, e independientemente de que entendamos que algunas mujeres de “nuestro grupo” lleven velo por motivos religiosos: las monjas। El ejemplo contiene los dos errores: la atribución de una idea negativa y la generalización, pero nos permite, además, explorar otro argumento, el de que aunque una mujer que lleva velo nos argumente en contra de la afirmación, pensemos que “no se da cuenta” porque nosotros “sabemos mejor” que ella que es víctima de una actitud machista, aunque ella no sea capaz de verlo La atribución de características negativas a las demás personas supone siempre sólo una cara de la moneda e implica que estamos atribuyendo, por comparación implícita, el reverso positivo de la idea a nuestro propio grupo. En este sentido cualquier argumento que cumpla esta función es válido: color de la piel, aspecto físico, lengua, religión, sexo, orientación sexual, acento, etc., pero es evidente que cuanto más visibles sean, más poderosamente actuarán porque resultan más implacables (el color de la piel, el velo).
Sin embargo, para que cualquiera de estas ideas se emplee de forma racista, aún es necesaria una dimensión más: el hecho de que estas características negativas y generalizadas se utilicen para justificar que las personas a las que se las atribuimos valen menos y por lo tanto se merecen también menos. El objetivo último es demostrar lo contrario: que “nosotros valemos más”, “que somos mejores” y por lo tanto “nos merecemos más y mejor”. De esta manera justificamos nuestros privilegios, pero no los vemos como tales, ya que los concebimos como naturales a la luz de las características negativas de los demás. Pero la parte más perversa de un argumento racista, y también la más invisible, es atribuir la culpa de la desigualdad a la víctima, a sus defectos y a sus carencias. De esta forma estamos presuponiendo que los privilegios que como grupo disfrutamos en la sociedad frente a otros grupos, los disfrutamos de partida, por ser quienes somos, pero eludimos cualquier responsabilidad ante esa desigualdad.
Veamos algunos ejemplos: En Madrid, por el hecho de llamar a un anuncio de un alquiler de piso con un acento identificable como el de un país latinoamericano, es más veces posible obtener la respuesta “ya está alquilado” que si se llama con un acento identificable como “español de España”, por eso muchas veces las personas inmigrantes acaban acudiendo a alguien que conocen del país para que haga la llamada por ellas.
Unos chicos que querían robar en unos grandes almacenes, completamente conscientes de cómo operan los mecanismos racistas aún sin entender sus razones, se organizaron para ir en parejas en las que uno de ellos tuviera aspecto de extranjero y otro de “nacional”. La mercancía robada la sacaba el español, sólo tenían que separarse en la puerta cuando saltaba la alarma, el personal de seguridad siempre perseguía al chico de aspecto extranjero.
Una noticia de prensa del tipo “Boliviano mata/roba/asalta…” es una noticia racista porque sólo se emplea la nacionalidad en algunos casos, pero no en todos: no se escribe “español mata/roba/asalta…”, y de esta forma se produce una asociación inconsciente entre el crimen y la nacionalidad, aunque ambas variables no tengan nada que ver.
El mercado de búsqueda de asistentas en Madrid tiene una regla tácita: si la asistenta es española, cobrará la hora a unos 10 euros, pero si es extranjera se supone que va a trabajar el mismo tiempo por 8. En la contratación de servicios de cuidado a personas mayores ocurre exactamente lo mismo, independientemente de la titulación que tenga la persona, si es extranjera, se supone que va a cobrar menos.
Cuando un chico o chica extranjero se incorpora a las aulas en la Comunidad de Madrid, se puede suponer que el hecho de que empiece a olvidar su lengua de origen es un síntoma positivo que indica que está aprendiendo con la suficiente rapidez el castellano como para integrarse bien.
El problema es que no todas las lenguas se valoran igual, porque cuando mi hijo ingresó en un colegio en Madrid habiendo estado escolarizado anteriormente en Estados Unidos, todo el mundo pensó que su competencia en inglés era una experiencia suficientemente valiosa que podía compensar sus dificultades de comunicación en castellano, de manera que siempre recibió el mensaje de que el bilingüismo suponía una riqueza; un mensaje muy distinto del que he visto que reciben los chicos y chicas que vienen de China, Ucrania o Brasil. Si alguno de estos chicos o chicas repite curso por no tener una competencia suficiente en la lengua vehicular, nadie se sorprende, independientemente de que hable tres lenguas y toque el clarinete además.
Cuando mi hijo llegó de Estados Unidos nadie propuso que repitiera un curso para que afianzara su competencia en castellano. ¿Por qué no valen igual estas experiencias, estas capacidades, o el trabajo que realizamos?, ¿por qué un acento me abre más puertas que otro?, ¿por qué me cuesta menos el alquiler si soy española y por qué me pagan más por hacer el mismo trabajo? Porque los argumentos racistas que circulan de múltiples formas en la sociedad, desde los chistes a las conversaciones informales que reproducimos, sin darnos cuenta, suponen la aceptación de ciertas opiniones sin desafiarlas y nos indican sutilmente que, por el hecho de pertenecer a un grupo mayoritario, valgo y merezco más. Además no tengo responsabilidad sobre esos privilegios que asumo todos los días desde que me levanto, porque la culpa de la falsa suposición de que otras personas valen menos es sólo suya, tiene que ver con el color de su piel, con sus costumbres, con la forma de hablar o de vestirse, con su acento, con su aspecto físico, pero no tienen nada que ver conmigo, por eso, apenas me doy cuenta, y apenas les presto atención

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